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El encanto del naufragio: Californication y la redención del perdedor

El encanto del naufragio: Californication y la redención del perdedor
Categories Éxtasis Extravagancia

El encanto del naufragio: Californication y la redención del perdedor

Cómo un escritor cínico, alcohólico y políticamente incorrecto se ganó nuestra simpatía

El reverso del sueño californiano

A mediados de los 2000, cuando la televisión se entregaba a los antihéroes (Tony Soprano, Don Draper, Walter White), apareció un personaje que no mataba, no traficaba, ni regía imperios publicitarios. Hank Moody, protagonista de Californication (Showtime, 2007-2014), era “solo” un escritor bloqueado, divorciado de sí mismo y adicto a cada exceso posible: sexo, drogas, whisky y cinismo.
Y sin embargo, entre tanto desastre personal, nos cayó bien. Un perdedor, sí, pero con estilo. Un carisma de animal herido que hacía que espectadores y personajes orbitasen a su alrededor como si fuese una estrella en colapso, un agujero negro de sarcasmo y ternura.

El magnetismo de Hank Moody

¿Por qué gustaba tanto un tipo que parecía empeñado en autodestruirse? Quizá porque Hank encarnaba esa figura clásica del outsider maldito —un Bukowski televisivo en clave rock ‘n’ roll— que suelta la frase justa en el momento inadecuado. Su derrota era absoluta, pero su honestidad también. En un mundo de sonrisas falsas de Hollywood, Hank representaba la incorrección y la sinceridad brutal.

David Duchovny interpretó al personaje con una mezcla de apatía elegante y humor devastador. Si Don Draper era el cool perfecto de los sesenta, Hank era la resaca permanente de la California del nuevo milenio. La diferencia es que Draper imponía respeto; Hank nos hacía querer invitarlo a otra copa.

El arte de caer siempre de pie

Californication se construyó como una tragicomedia de excesos. Sexo con groupies adolescentes, broncas, peleas, editoriales que lo detestaban, la ex pareja que nunca terminaba de soltarlo (Karen) y una hija adolescente que lo miraba como a un héroe roto. La vida de Hank era un desastre de manual, pero uno que se desplegaba con la estética de un videoclip rockero.

El perdedor clásico, en la tradición televisiva, solía ser ridiculizado. Hank, en cambio, era reivindicado. Como en las novelas de Fante o en los riffs de Lou Reed, su fracaso tenía brillo, su melancolía era contagiosa. El espectador empatizaba porque reconocía que, detrás de su arrogancia, había un tipo incapaz de encajar, alguien que se defendía del dolor con ironía y whisky barato.

Cultura pop y el mito del escritor maldito

La serie jugaba con la fascinación cultural por el “escritor maldito”, heredero de Kerouac, Hunter S. Thompson o Bukowski. Hank Moody es la versión televisiva de ese mito, pero cruzada con el imaginario californiano: mansiones con piscina, carreteras al atardecer, guitarras eléctricas. Era como si el canon de la literatura underground se hubiera mudado a Los Ángeles y se hubiera inscrito en Tinder.

No es casualidad que la serie se llame Californication: el título robado a Red Hot Chili Peppers ya nos habla de decadencia, erotismo y artificio. Y es que la serie fue también una radiografía ácida del showbusiness angelino: fiestas de productores, directores cínicos, estrellas pop huecas… y Hank, siempre al margen, siempre criticándolo todo mientras se dejaba arrastrar por la misma corriente.

Conclusión: amar al desastre

Californication fue la prueba de que el carisma no depende de la perfección, sino del reconocimiento de nuestras propias sombras. Hank Moody nos cayó bien porque era el fracaso hecho humano: caótico, insolente, pero con un núcleo de ternura incorruptible.
Un perdedor, sí, pero de los que arrastran multitudes. Un escritor que nunca escribía, pero que cada frase improvisada sonaba mejor que cualquier bestseller. Al final, lo que Californication nos enseñó es que a veces el perdedor no solo gana: conquista.

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