Russ Meyer hizo del pecho femenino una categoría estética, una declaración de guerra y un fetiche pop. Bajo la piel de sus películas late una América reprimida, histérica y profundamente excitada.
El rey del busto y el látigo moral
Russ Meyer no era un pornógrafo, era un sociólogo del deseo reprimido. Un voyeur con sentido del encuadre, un poeta de la carne siliconada y una de las figuras más desconcertantes del cine underground norteamericano. Veterano de guerra, fotógrafo de Playboy y autodidacta total, creó un universo visual donde los pechos no solo rebotan: dominan, destruyen y redimen.
Sus películas no eran “soft porn” al uso. Eran parábolas sexuales disfrazadas de exploitation, films donde las mujeres —voluptuosas, hiperfemeninas y peligrosamente autónomas— aplastaban a los hombres débiles, ridículos y neuróticos. Meyer no filmaba porno: filmaba el miedo masculino a las tetas que piensan.
Vixen, Supervixens, y la revolución mamaria
En 1968, Vixen! puso a Meyer en el mapa. La película mostraba a una mujer adicta al sexo, al poder y a la transgresión racial en plena América de Nixon. Jayne Mansfield estaba muerta, pero Tura Satana y Erica Gavin le tomaban el relevo: mujeres hiperbólicas, salvajes, desafiantes.
Pero fue con Faster, Pussycat! Kill! Kill! (1965) donde Meyer parió su obra maestra. Rodada en blanco y negro y con un estilo de montaje tan afilado como un riff de surf rock, el film es un ballet de violencia femenina: tres strippers motorizadas recorren el desierto dejando un reguero de testosterona mutilada. Tura Satana, con su sujetador de metal y mirada de tigresa, se convirtió en una figura mitológica del cine contracultural. Quentin Tarantino, John Waters o Gaspar Noé beben directo de esa leche envenenada.
Mondo Topless (1966), Cherry, Harry & Raquel! (1970) y Beyond the Valley of the Dolls (1970) —coescrita con un jovencísimo Roger Ebert— son otros títulos que rozan lo experimental, el cómic pop, el cine lisérgico y la sátira brutal a la América blanca, mojigata y consumista. Meyer era tan fan de Eisenstein como de las strippers de carretera. Lo suyo no era el porno: era el “mammary melodrama”.
Entre el esperpento y la emancipación
Hay una ambigüedad fascinante en su cine. ¿Era Russ Meyer un feminista involuntario o un misógino encantado de haberse conocido? ¿Liberaba a las mujeres o las convertía en objetos de su fetiche desbordado?
Sus películas son una orgía de contradicciones: las mujeres mandan, pero están hechas para la mirada masculina. Se empoderan, pero dentro de una narrativa de dominación erótica. Lo cierto es que Meyer filmó cuerpos femeninos como nadie más. Sin culpa, sin ironía, con una devoción casi religiosa. Como si cada pecho fuese una revolución en sí mismo.
El legado más allá del escote
Russ Meyer fue una anomalía que no pudo ser digerida por Hollywood. Su cine murió con la era del VHS y fue resucitado por las generaciones post-Tarantino y post-Internet que descubrieron en él una estética kitsch, una sensibilidad trash y un erotismo radicalmente analógico.
Hoy, en plena era de vigilancia moral y relecturas post-#MeToo, sus películas resultan más incómodas y más necesarias que nunca. Son espejos deformantes de nuestras neurosis sexuales, cápsulas de deseo desbordado, y homenajes delirantes a un cine que no pedía permiso para excitar, molestar y hacer reír a carcajadas.
Conclusión
Russ Meyer filmó pechos como si fuesen supernovas. Y tal vez lo eran. Bajo el exceso, el humor burdo y la lujuria de cartón piedra, sus películas revelan algo profundo: el terror y la fascinación que la libertad femenina despierta en un mundo construido por hombres temerosos. Como un Fellini en ácido o un Buñuel con erección perpetua, Meyer esculpió su propio panteón mamario donde lo vulgar se convierte en sublime y lo obsceno en una forma de resistencia estética.
Enlaces externos:
- Russ Meyer en IMDb
- Faster, Pussycat! Kill! Kill! (Wikipedia)
- Beyond the Valley of the Dolls (Wikipedia)
